Época: Segunda República
Inicio: Año 1931
Fin: Año 1931

Antecedente:
La etapa constituyente

(C) Julio Gil Pecharromán



Comentario

Uno de los ejes del reformismo republicano era el desarrollo de un proceso de secularización política y social, que permitiera superar la tradicional identificación entre el Estado y la Iglesia católica, hasta entonces uno de los elementos fundamentales de legitimación de la Monarquía de Alfonso XIII. El nuevo orden constitucional debía amparar la libertad de conciencia y de cultos, y el clero católico perdería su carácter de cuerpo estatal y de guardián de una moral pública que se identificaba hasta entonces con los intereses y la ideología de las clases dirigentes. Pero ni la Iglesia se iba a resignar a perder unos derechos adquiridos que la garantizaban una privilegiada situación en el ordenamiento social y político, ni los gobernantes republicanos, herederos de una larga tradición laicista y obsesionados por restar poder a un colectivo que consideraban hostil a sus proyectos de modernización, acertarían a dosificar los ritmos y alcances de un proceso secularizador a todas luces imprescindible.
El hundimiento de la Monarquía situó a la Iglesia ante la incertidumbre de un triunfo de sus adversarios. Al producirse el cambio de régimen, el Vaticano dio instrucciones a los obispos para que aceptasen a los nuevos poderes. La actitud de los eclesiásticos fue, en general, prudente, y los obispos publicaron pastorales acatando la República. Pero pronto surgieron algunos roces. El 1 de mayo, el cardenal primado, Pedro Segura, un fanático religioso y acérrimo monárquico, publicó una pastoral en la que alababa la figura de Alfonso XIII y agradecía los beneficios inmensos que la colaboración de la Iglesia con la Monarquía había procurado a la primera. Tras estas alusiones tan poco políticas, el cardenal ponía en guardia a los fieles contra el "daño a los derechos de la Iglesia" que implicaba la secularización del Estado y les animaba a actuar en "apretada falange" en las elecciones a Cortes Constituyentes para oponerse a "los que se esfuerzan en destruir la religión". La provocadora pastoral fue considerada una declaración de guerra por muchos republicanos.

El domingo 10 de mayo se inauguró en Madrid un Círculo Monárquico, destinado a organizar a los leales a Alfonso XIII para la próxima campaña electoral. Realizada la elección del Comité ejecutivo de la entidad, alguien puso en marcha un gramófono y pronto sonaron los acordes de la Marcha Real. Abajo, en la concurrida calle de Alcalá, comenzaron a formarse corrillos de irritados republicanos. Encrespados los ánimos, algunos viandantes intentaron forzar las puertas del inmueble. La extensión del falso rumor de que los monárquicos habían matado a un taxista en el forcejeo aumentó la tensión y, finalmente, obligó a intervenir a la fuerza pública, que detuvo a varios de los directivos del Círculo. No contentos con ello, los republicanos se dirigieron en manifestación hacia el edificio del diario monárquico ABC, con intención de incendiarlo. La Guardia Civil logró evitar el asalto, pero en los violentos enfrentamientos murieron dos personas y varias más resultaron heridas, y ello contribuyó decisivamente a preparar la "quema de conventos" del día 11.

En esa jornada, grupos de incontrolados incendiaron nueve iglesias, conventos y colegios en la capital sin que el Gobierno, desbordado por los acontecimientos, se atreviera a emplear la fuerza para detenerlos. Cuando por fin se proclamó el estado de guerra en Madrid, los disturbios se habían extendido. Durante tres días, en Málaga, Sevilla, Córdoba, Cádiz, Alicante, Valencia y otras ciudades ardieron más de un centenar de edificios religiosos, con los que desaparecieron verdaderos tesoros artísticos, y fueron asaltados periódicos y círculos recreativos relacionados con la derecha monárquica.

Los incidentes del 11 de mayo agriaron las relaciones entre el Gobierno y el Episcopado. El día 13, el cardenal Segura abandonaba España con dirección a Roma y cinco días después, el católico ministro de la Gobernación expulsaba al obispo de Vitoria, Mateo Múgica, acusado de actividades antirrepublicanas en su diócesis. A finales de mayo se decretaba formalmente la libertad de creencias y de cultos, con lo que la Iglesia católica perdía su condición de oficial. El Vaticano respondió negando el placer al nuevo embajador de España, el republicano moderado Luis de Zulueta. El 11 de junio, coincidiendo con la publicación de una durísima declaración colectiva de los obispos, el cardenal Segura regresó en secreto al país. Pero las autoridades estaban al tanto y el ministro de la Gobernación le hizo detener tres días después en Guadalajara y decretó su extrañamiento. El primado se instaló en Francia y se negó reiteradamente a renunciar a su sede toledana, como solicitaba el Gobierno y aconsejaba en aras de la conciliación el nuncio vaticano. Finalmente, la detención en la frontera pirenaica, el 14 de agosto, del vicario general de la diócesis de Vitoria con cartas de Segura en las que daba instrucciones para la venta a testaferros de los bienes del clero y la colocación de sus beneficios en el extranjero, dio a la Santa Sede motivo para forzar su renuncia y la de Múgica a sus sedes episcopales. Pero, desde el exilio, ambos clérigos monárquicos continuarían su labor de oposición a la República.